Perseguir el equilibrio (aunque sea imposible)
He llegado a una edad en la que el tiempo ya no se mide en años, sino en ciclos.
Ciclos que se repiten, se transforman, se entrelazan.
Ciclos de trabajo y descanso, de esfuerzo y pausa, de pérdida y reencuentro.
El mundo que conocí de niño -más lento, más analógico, más ingenuo- se ha convertido en una corriente que no se detiene.
Datos, pantallas, ruido, velocidad.
Y, sin embargo, en medio de tanto cambio, sigo buscando lo mismo que buscaban mis padres y sus padres antes: el equilibrio.
No como una meta, sino como una forma de estar en el mundo.
He aprendido que el equilibrio no se alcanza, se persigue.
Como una pelota que bota y vuelve, como una melodía que parece resolverse y sigue abierta.
Como el huerto que sólo da fruto si lo cuidas día tras día: sembrar, regar, limpiar, abonar, esperar.
Y hacerlo con cariño, con atención, con la paciencia de quien sabe que el tiempo tiene su propio ritmo.
El esfuerzo constante es lo que da sentido al resultado, no al revés.
El deporte me enseñó mucho de eso.
En el baloncesto, uno aprende pronto que el equipo está por encima del yo.
Que hay que pasar el balón, cubrir al compañero, volver a defender incluso cuando el cuerpo pide aire.
Ganar juntos, perder juntos, levantarse juntos.
El equilibrio entre la ambición y la entrega, entre querer destacar y saber ceder, entre el talento y la disciplina.
El mismo equilibrio que, con los años, uno intenta aplicar a todo lo demás.
La música también me lo recuerda.
Tocar con otros -sea rock, jazz o una simple improvisación- es entender que el sonido perfecto no existe si cada uno toca para sí mismo.
Hay que escuchar.
Encontrar el tempo, el volumen, el espacio.
La armonía no nace de la perfección, sino de la escucha mutua.
Y cuando todo encaja, cuando los acordes se cruzan en el aire con naturalidad, entiendes que ese instante de belleza sólo es posible porque antes hubo caos, ensayo, silencio y error.
Así ocurre con casi todo.
En el trabajo, en el amor, en la vida.
He emprendido y he trabajado para otros.
He liderado y he obedecido.
He ahorrado, he invertido, he aprendido -a veces tarde- que el valor no siempre se mide en dinero, sino en libertad, en tiempo, en coherencia.
Y que la humildad es el mejor seguro frente a la arrogancia de creer que ya lo sabes todo.
Vivimos una época extraña: el clima se descompone, las máquinas aprenden, las pantallas nos reflejan más de lo que muestran.
Pero entre tanto vértigo sigo creyendo que lo esencial permanece:
la necesidad de pensar por uno mismo, de aprender sin miedo, de amar sin envidia, de alegrarse por los logros ajenos y aprender de ellos.
La necesidad de seguir con los pies en la tierra -literalmente-, de mancharse las manos, de respirar aire real y no sólo información.
A veces me pregunto qué mundo heredarán mis hijas.
Y luego recuerdo que nuestros padres también se lo preguntaron, con otras preocupaciones y los mismos miedos.
La humanidad siempre ha vivido entre crisis y esperanzas.
El truco, si es que hay alguno, está en no dejar que el cambio nos adormezca.
En mantenernos despiertos.
Críticos.
Conscientes.
Con los ojos abiertos al bosque, al río, al cielo… y también al interior.
Porque lo esencial no es sobrevivir al cambio, sino hacerlo con amor y conciencia.
Con sentido.
Entendiendo que cada gesto, por pequeño que parezca -regar una planta, pasar un balón, tocar una nota, escuchar a quien tienes enfrente-, forma parte de algo más grande.
El equilibrio, al final, no se encuentra.
Se practica.
Y aunque sea imposible alcanzarlo del todo, perseguirlo nos mantiene vivos.
Nos mantiene humanos.
Que el ciclo siga.
Pero que siga despierto.
(Escrito a los 47 años, en un mundo que sigue cambiando.)